En una soleada tarde de verano, en un concurrido McDonald’s en el corazón de la ciudad, se gestaba una apuesta entre un grupo de amigos que cambiaría el curso de esa tarde rutinaria. Entre risas y murmullos, la conversación giraba en torno a desafíos absurdos y locuras adolescentes. Fue entonces cuando Daniel, conocido por su espíritu bromista, propuso una apuesta que sacudiría la monotonía de la tarde: desafiar a Laura, la carismática empleada de caja, a subirse la pollera mientras atendía a los clientes.
Laura, una morocha de ojos chispeantes y personalidad desafiante, escuchó la propuesta con una sonrisa traviesa. Aunque inicialmente sorprendida, no se dejó intimidar fácilmente. «¿Por qué no?», pensó para sí misma, disfrutando del reto que le ofrecía la situación.
La apuesta estaba hecha. Entre risas nerviosas y miradas cómplices, Laura se preparó para el desafío. Mientras se acercaba el primer cliente, su corazón latía con emoción. Con paso seguro y una confianza inquebrantable, comenzó a atenderlo, manteniendo una conversación casual mientras el grupo de amigos observaba expectante desde una mesa cercana.
Fue entonces cuando, en un momento de osadía calculada, Laura aprovechó un descuido del cliente para deslizar discretamente su mano bajo su pollera y elevarla apenas unos centímetros, revelando brevemente un par de medias de colores llamativos que causaron asombro y risas entre los presentes.
El cliente, desconcertado pero divertido, jugó el juego y se unió a la complicidad del momento, dejando una generosa propina antes de continuar su camino. Laura, triunfante, regresó a su posición detrás del mostrador con una sonrisa victoriosa, mientras el grupo de amigos estallaba en aplausos y risas por el éxito de la hazaña.